MURIEL novela de Mois Benarroch (extracto)

 KINDLE NOVELA DE Mois Benarroch

Muriel  

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En todo el mundo

 

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Sí que me acuerdo, me acuerdo de todo, de todos los detalles, de los más mínimos, del bum, de la bomba, una mujer de blanco corriendo y gritando, el silencio después de la bomba, cómo me puse a correr y de pronto me paré en seco, me paré un minuto y medio exactamente y entonces me di cuenta de que estaba pegado a la puerta de un Fiat Punto que tenía la llave dentro y vi que no estaba cerrado. Cómo entré en el coche y arranqué y tomé la carretera en plena noche. Eran las once y veinte, sabía muy bien que todos los caminos se cerrarían, así que tomé hacia la central de autobuses y de allí hacia la calle Bar Ilan, hasta la salida por la universidad hacia el mar muerto.

Me acuerdo de todo, miles de detalles, podría escribir un libro entero de todos los detalles que recuerdo. Pero nadie me cree, nadie, ni yo. Bueno: yo sí me creo pero no puedo convencerme de nada; y después bajando hacia el punto más profundo de la tierra y el accidente contra el camión amarillo, era amarillo y estoy seguro de ello aunque la noche era oscura. Muy oscura. Y el hospital.

Cuando me desperté me llamaban Mariano. Una mujer, «mi» mujer me llamaba Mariano. Y yo no podía responder. No podía responder: «No soy Mariano, estás equivocada».

—Vine de inmediato, mi amor. Mi amor, qué susto me has dado.

«¿Qué amor? ¿Qué pasa aquí?»

Y ya desde esa primera pregunta no preguntada esa mujer, «mi» mujer, respondía como si fuese una conversación normal, respondía a todas las preguntas que pensaba.

—Sí; eres Mariano, ya me ha dicho el médico que tal vez tengas una amnesia temporal, y que no te acuerdes de muchas cosas, me dijo que te cuente tu vida, que te hable de todo. «¿Cómo te llamas?»

—Que hasta a lo mejor ni te acuerdas de mi nombre, yo soy Muriel, llevamos siete años casados. Tenemos una hija de tres años. No pudo venir. Se quedó en Madrid.

«¿Dónde?» Pero si yo nunca he estado en Madrid. ¿Qué pasa aquí?

—Mejor que no te excites, cálmate.

Por lo visto intenté revelarme contra mi cambio de identidad repentino.

—Vivimos en Madrid. Tú naciste en Madrid.

«Yo no, yo nací en Tánger, señora Muriel. En Tánger. Me llamo Max. Max Benamu.»

Y me quedé dormido.

De un golpe.

Cuando me desperté Muriel seguía hablando. Creo que no sabía muy bien cuándo estaba despierto o dormido y tenía la orden de hablar conmigo todo lo posible. Me contaba mi vida. Mi pasado. Mi nuevo pasado.

La verdad es que no era tan malo y sobre todo me encantaba su voz, en menos de dos o tres días estaba ya enamorado de su voz. Muriel, voz de Muriel, por favor, sálvame. No podía verla ni imaginarla, aunque estaba seguro de que hablaba mucho. Algo muy común en la mujer española, o por lo menos en las mujeres españolas que yo conocía.

La cosa, el caso, lo que me pasaba a veces no me parecía algo tan negativo. Me llevaba muy mal con mi mujer, Sarah, que era francesa y llevábamos veinte años casados. Eso sí, teníamos una hija. Tenía una hija con mis dos mujeres. Mi hija tenía siete años. Con Sarah no me llevaba bien. O más bien no me llevaba. Ni bien ni mal. Todo era silencio. Aunque ella sí hablaba mucho, yo era silencio. O ese yo, el yo Max, no mi nuevo yo: el yo Mariano. Yomax y Yomariano.

Muriel me contaba mi vida y yo oía su voz. Me contaba que había nacido en Madrid, que mi padre fue ministro en la época de Franco, que viajé a Israel porque me interesaba el judaísmo, que yo decía que tenía una abuela judía pero que eran especulaciones, que pensaba en convertirme pero ella no creía que fuera a hacer eso. Tuvo tiempo para contarme miles de cosas pero, sin ver, yo oía su voz, yo veía su voz, su voz tenía colores, cuando estaba de buen humor era muy amarilla, cuando se ponía nerviosa tendía hacia el celeste, porque intentaba calmarse hablando y contando. Me hablaba de nuestra hija, Sarah, que también llamaba Dana, de mi negocio, o el negocio de mi padre, la red de restaurantes Pibx, que había empezado con un restaurán abierto por mi padre en 1977 en la calle Orense, que tenía de especial que a la entrada había una tienda de bragas y calzoncillos. Pues fue una gran idea porque a los amantes les gustó eso de comprar unas braguillas a sus conquistas después o antes de la cena. Tanto que ya es una red de ochenta sucursales, o más, quién sabe, y es hasta internacional, hemos abierto una en Buenos Aires y otra en Estambul, a los turcos eso les vuelve locos. Seguía hablando, siempre hablando Sarah, los negocios tenían colores más bien marrones. A veces con un toque de colorado. Tú eres el dueño del negocio, lo que quería decir más o menos que no hacía nada, porque todo lo decidía el director. Lo primero que propuse al salir del hospital, año y medio después del accidente, fue abrir una sucursal en Jerusalén, a lo cual el director se opuso rotundamente porque eso quería decir que perderíamos muchos clientes en todo el mundo y no podríamos abrir sucursales en países árabes.

—Podemos abrir en la parte árabe, sería revolucionario, ¿no? Bragas para palestinas.

—No, señor Caro, no creo que sea buena idea, y tampoco creo que esté en estado de tomar decisiones.

—No es que les falten bragas a las israelíes, pero podrían comer un poco más de casher.

—¿Qué?

—Mire, usted hace lo que yo le diga, que para eso soy el dueño.

Pero no era así. Tenía dos hermanos y mi padre había dejado claro que yo era el dueño pero el que decidía era el director, el señor Carlos Ortega y Gasset, sí, ése, bisnieto del filósofo. Y desgraciadamente por eso no pudimos enviar bragas a Palestina. Yo siempre estuve a favor de llenar palestinas de bragas.

Muriel me seguía contando que mi padre se enriqueció en los negocios de los años sesenta, importando coches en una empresa con su hermano pero que lo perdió todo, el hermano, lo perdió todo en el casino de Montecarlo, bueno, no todo en Mónaco, también perdió mucho en España, se gastaba millonadas en quinielas, y cuando tu padre se dio cuenta ya era tarde, por suerte pudo salvar algo, algo con lo que pudieron tus padres vivir hasta que abrió el primer Pibx.

Entonces, después de que me contara esto, tiró la… y oí que cerraba unas persianas, cerró la puerta y me tocó la polla. Es lo único que no tienes enyesado y después me la chupó, fue la primera vez de las diecisiete veces que me la chupó mientras estaba en el hospital, y los únicos momentos en los que no me hablaba mientras estaba despierto, a lo mejor también me hablaba mientras dormía. No era tan fácil gozar sin poder moverme del todo, porque cualquier movimiento mínimo me causaba dolores terribles, sobre todo de espalda.

Dos años y medio más tarde fui por segunda vez a Jerusalén. Esta vez alquilé un piso en frente de Sarah. Calle Yehuda 41, primer piso. Allí vivía yo hace años, miles de años. Primero la seguí desde mi ventana, vivía con un hombre. Desde la ventana se veía que se llevaban bien, o tal vez era sólo una apariencia.

Tenía que hablar con ella, sobre todo preguntarle por qué mi nombre no aparecía en la placa que pusieron al lado de la plaza del atentado. Tenía que hablar con ella.

Seguí los pasos de toda la familia, y al final encontré el día adecuado. El martes salía el macho de la casa y ella se quedaba sola durante dos horas hasta que venía otro hombre a limpiar la casa. Lo que no sabía es en qué idioma iba a hablar con ella. Sí que tuve un trastorno cerebral bastante grave, pero no el que diagnosticaron los médicos, no era amnesia, era otra cosa: de mi mente desparecieron todas las lenguas que sabía hablar. Y sólo hablaba mi lengua materna. Además era el español de mi infancia, el español de Tánger. Mi mujer, la segunda, Muriel, me decía que había aprendido muy bien a hablar como los tetuaníes, pero era otra cosa. No podía hablar en francés, ni en inglés, ni hebreo, ni italiano, ni portugués, ni árabe, nada, ninguna de las lenguas que sabía. Lo peor del caso es que tomé clases de francés, y no había ninguna manera de meterme en la cabeza por más de cinco segundos que una mesa pudiera tener otra palabra. Primero decía mesa, después la palabra en francés, y enseguida volvía a decir mesa.

Toqué el timbre pero nadie vino a abrir, así que golpeé la puerta, bastante fuerte. Ella abrió sin preguntar quién era.

—Pero, si tú estás…

Creo que habló en hebreo.

—Soy yo, Max. ¿Puedo entrar?

Y entré.

Entré en el salón. El suelo había cambiado y era ahora de madera. Maquetas de madera. Pero el salón seguía igual. Su atracción física no había desparecido y tuve una media erección.

—Mira, Sarah, escucha bien. Soy yo, y no estoy muerto. Estoy vivo. Pero no puedo hablar francés. Sólo puedo hablar es-pa-ñol. Creo que me entiendes.

—Sí —dijo.

Estaba vestida con unos vaqueros azul marino y una blusa negra. No se sentaba.

—Creo que lo mejor será que te explique lo que pasó. —Por favor, vete, vete de aquí.

Hablaba en un español con acento muy raro, poj favoj, así decía.

—¿Cómo?

—Ya estoy mejor, estoy bien, sabes, estoy bien, me he casado de nuevo, y ayer vino mi hija y dijo que te vio en la calle y que te reíste, y dije que era un sueño.

Seguía diciendo jeiste, pero me fui acostumbjando.

—¡Pues no sabía que hablabas tan bien español!

—Para esto sí, no te acuerdas que hice un curso en el Cervantes, y otro en el instituto iberoamericano.

- Bueno, pues muy bien. Me explico.

—Por favor, vete.

Y entonces la abracé. La besé en la boca. Me atraía más que nunca. Estaba muy guapa ese día de primavera. Eres mi mujer, me dije, nunca nos divorciamos.

—Eres mi mujer, te echo de menos.

—¿Qué es eso?

—Pues te echo de menos, quiero estar contigo.

—No puedo. Se acabó. ¿Sabes? No fue fácil, aunque nos íbamos ya a divorciar, un día antes había ido a hablar con el abogado. Me sentí muy culpable, ¿sabes? Y con Muriel fue muy difícil.

—Sí, ya. Pues mira. Te lo cuento antes de irme. Estuve en el atentado y me volví como loco, me metí en un coche y me puse a viajar. Era un punto blanco. Después estuve en coma durante seis meses. No podía ni hablar ni moverme. Tenía siete costillas rotas, las dos piernas y las dos manos. Pero sobre todo me dolía la espalda. Y entonces resulta que me había metido en el coche de un español, uno muy rico, y su mujer, que se llama para colmo Muriel y tiene una hija que se llama Sarah, que ahora es mi hija, vino a por mí. No podía ni decir que no era yo.

—¿Estás loco? Vete de aquí. No eres tú.

Muriel (Premio Yehuda Amijai 2012)

 

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